Linda Y. Posso Gómez
Colombia es un país lleno de contrastes. Más de medio siglo de conflicto armado interno generó una coraza en el corazón de las comunidades negras del pacífico colombiano. Coraza de resistencia noviolenta. Esto es lo que ha permitido que territorios como la comunidad negra de Yurumanguí, en el distrito de Buenaventura, sea hoy un territorio libre de cultivos de uso ilícito y se convierta en un referente en el país, para pensar a partir de su experiencia la praxis de la paz en el posconflicto.
A finales de los 90, la guerra en Colombia ya había penetrado el corazón de las comunidades negras en la zona del pacífico medio. La llegada de actores armados significó muerte, zozobra y pérdida de autonomía de las comunidades negras. Con ellos, el cultivo de uso ilícito se convirtió en un fenómeno incontrolable que terminó por romper el tejido social y cultural en los territorios donde se expandió. Pero Yurumanguí fue la excepción.
Yurumanguí es un río, una comunidad, una familia extensa. Un territorio conformado por 13 veredas, que son formas de subdivisión territorial rural y se caracterizan por ser territorios pequeños pertenecientes a una jurisdicción político-administrativa más grande. Las veredas están ubicadas a lo largo y ancho del río Yurumanguí, en la zona rural del distrito de Buenaventura, uno de los puertos más importantes de Colombia y de América Latina. Esta realidad es vista por muchos como una ventaja y desventaja, dependiendo de quién la cuente. Por un lado, para el comercio nacional, la ubicación geoestratégica del puerto es vital en términos de exportación e importación. Por otro lado, para las comunidades que habitan el territorio, esa realidad ha venido generando de manera sistemática la vulneración de derechos individuales y colectivos.
Desde finales del siglo XX y principios del siglo XXI, la guerra comenzó a llegar con fuerza y con ella surgió la resistencia noviolenta en Yurumanguí, que, aunque relativamente nueva frente al fenómeno del conflicto, ha sido siempre un mandato de vida de las comunidades. Se trata del uso de prácticas, estrategias y métodos a partir de dinámicas culturales y ancestrales de la comunidad al servicio de la protección y la autoprotección frente a un actor externo y con mucho poder, en el sentido tradicional de poder. Es decir, con capacidad de dominar a través del uso de la fuerza, en el entendido de una relación asimétrica donde uno ordena y otro obedece o, en términos de Raymond Aron, que tiene la capacidad de hacer, producir o destruir.
Cuando a Yurumanguí llegaron los actores armados ilegales y comenzó a tener fuerza la idea del cultivo de coca como forma de trabajo, de beneficio y crecimiento económico, se generó un contexto de incertidumbre y preocupación. Ya existía un antecedente, los yurumanguireños conocían de cerca la realidad del río Naya, una comunidad vecina permeada por los cultivos ilícitos y que para el 2019 fue considerada el territorio con mayor prevalencia de cultivos en el Valle del Cauca (uno de los 32 departamentos que tiene el país). Habían visto de cerca cómo esta comunidad se había fraccionado, cómo perdían autonomía frente a los actores armados y cómo hubo una ruptura del tejido social. Eso, no lo querían.
Para Yurumanguí, la autonomía comunitaria es a todas luces lo que prima como territorio colectivo de comunidades negras. Es así como a través de Asamblea General se declaró un territorio “libre de cultivos ilícitos, libre de minería pesada y libre de monocultivos”. Sin embargo, esto no fue suficiente para contrarrestar la presión de los grupos armados ilegales que para el 2007 decidieron sembrar 27 hectáreas de hoja de coca pasando por encima del mandato de la comunidad de no cultivar. Sin duda fue mucha la presión del actor armado, las amenazas de muerte eran el diario vivir para aquellos que decidieron interferir. Pero, los yurumanguireños, como comunidad, decidieron desarrollar una estrategia de resistencia noviolenta y hacer frente al poder del oponente.
Desarrollaron la campaña “Soy yurumanguireño de respeto: no siembro, no cultivo ni consumo coca”. Esta campaña tuvo como prioridad contrarrestar la acción de los violentos. Alrededor de 300 personas se organizaron y movilizaron para realizar jornadas de erradicación manual de los cultivos. La acción noviolenta se desarrolló durante tres días, una caravana de lanchas movilizó a la población y estuvo acompañada de una constante difusión de mensajes exigiendo autonomía comunitaria, hicieron carteles que motivaban el fortalecimiento comunitario, rechazaban la incidencia de actores armados ilegales y la violación del derecho de autonomía territorial. Además, durante las jornadas de erradicación manual se hicieron ollas comunitarias, una práctica que devela unidad y fortalece las relaciones de familia extensa que caracterizan al territorio.
Esto generó graves amenazas a líderes y lideresas. Oponerse al cultivo de coca fue visto por muchos como una afrenta a los grupos armados. Se hicieron constantes las intimidaciones y hubo un riesgo latente. Sin embargo, la comunidad decidió mantener firme su mandato y comenzó a pronunciarse de manera oficial en contra de los cultivos. Su voz se escuchó no solo a nivel local, sino en espacios nacionales e internacionales. Pese a los señalamientos y amenazas, la estrategia sentó un precedente, marcó un rumbo diferente no solo para la comunidad sino para el país. En un país que se caracteriza por ser el mayor productor de cocaína en el mundo, había un territorio que se oponía a cultivar coca, que pese a tener todas las condiciones de necesidades básicas insatisfechas, de ubicación estratégica, de actores armados y colindar con comunidades cocaleras, se resistía a cultivar. La comunidad se fortaleció.
Años más tarde, nuevos intentos de cultivar coca surgieron, aunque ya existía un proceso sólido de liderazgo que, desde las casas, las escuelas y los centros comunitarios, se hacía incidencia para posicionar la campaña “Soy yurumanguireño de respeto, no siembro no cultivo ni consumo coca”. Esta vez no fue el actor armado, era un habitante. Algunos dicen que se trató de un foráneo. Lo cierto es que se hizo una nueva jornada de erradicación. Yurumanguí ha dejado claro que harán erradicaciones manuales las veces que sea necesario.
Pero el mensaje no solo fue para los grupos armados que querían incursionar en el territorio sino también para el gobierno nacional que durante muchos años ha desarrollado una política de erradicación forzada y fumigación con glifosato. El mensaje fue preciso en ambos sentidos. No querían coca en el territorio porque con ella llega el despojo, la ruptura del tejido social, la pérdida de identidad y autonomía. Tampoco querían intervenciones forzadas porque acaba con la soberanía alimentaria y destruye el territorio que es la vida misma.
Lo que comenzó como una campaña de resistencia noviolenta, combinando diversos métodos de persuasión y rechazo, se convirtió en un mandato para la comunidad. En el 2017, en Colombia, la revista Semana otorgó el premio a “Mejores líderes de Colombia” a la comunidad de Yurumanguí y fueron llamados “Cultivadores de esperanza”. En la actualidad, esta comunidad sigue siendo un referente para avanzar en el fortalecimiento organizativo como punto clave para la construcción de paz en el país.
Yurumanguí no sabe hasta cuándo tendrá que resistir a la violencia, a los cultivos y las diversas amenazas que llegan a este territorio. Confiamos en la apuesta de la paz total del nuevo gobierno, en la idea de negociar con todos los grupos al margen de la ley que operan en el territorio. Mientras tanto la resistencia noviolenta ha sido y seguirá siendo el camino para construir la paz.
Este artículo surge en el marco del trabajo de investigación denominado “Buenaventura: Una cuna de resistencia y construcción de paz”. Como autora, me autoreconozco una mujer bonaverense, negra, joven.
Linda Y. Posso Gómez
Oriunda de Buenaventura, Colombia. Socióloga. Magíster en Relaciones Internacionales, mención en seguridad y derechos humanos.
Publicado:18 de septiembre del 2022