Ana Mª Carrasquero M.
En 2017 se desarrolló el ciclo de protestas más largo y extendido de la historia reciente de Venezuela. Entre abril y julio de ese año, se registraron más de 9.200 manifestaciones en todo el país. La represión fue brutal: al menos 124 personas perdieron la vida —46 de ellas a manos de las fuerzas de seguridad y 27 a causa de los llamados colectivos—. Más de cinco mil ciudadanos fueron arrestados arbitrariamente, en muchos casos mediante detenciones colectivas, y se documentaron más de un centenar de denuncias por tortura. Este estallido de descontento social fue provocado por una crisis social, económica y política cada vez más profunda, intensificada por las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia emitidas el 28 de marzo de ese año. Esas decisiones eliminaron las funciones legislativas y la inmunidad de la Asamblea Nacional —entonces controlada por la oposición— y otorgaron poderes extraordinarios tanto al presidente como al propio tribunal, en clara contravención de la Constitución. Para muchos, estas sentencias simbolizaron una peligrosa consolidación del proyecto autoritario del régimen.
Ante este contexto, muchos venezolanos, especialmente jóvenes, tomaron las calles para exigir democracia, respeto a los derechos humanos y elecciones libres. Al hablar de resistencia noviolenta, muchas veces se piensa en protestas masivas, huelgas y boicots. Pero hay un lenguaje profundamente potente que ha sido históricamente utilizado para despertar conciencias y desafiar regímenes opresores y autoritarios: el arte.
En Venezuela, durante las protestas de 2017, en medio de las bombas lacrimógenas, perdigones y detenciones arbitrarias, apareció una figura muy singular: un joven con un violín tocando el himno nacional entre las barricadas. Era Wuilly Arteaga, músico formado en el Sistema de Orquestas Venezolano, un programa de educación musical fundado en 1975 por José Antonio Abreu que ofrece formación gratuita a niños y jóvenes como herramienta de inclusión social. Aunque reconocido internacionalmente por su impacto positivo, el chavismo ha instrumentalizado este sistema como herramienta de propaganda, utilizándolo para promover su proyecto político. Wuilly, sin embargo, eligió romper con ese molde y usar su instrumento como única arma para alzar la voz contra la represión, esto tras el asesinato de Armando Cañizalez otro músico del sistema muerto en las protestas del 2017.
El uso del violín por parte de Wuilly se convirtió en una acción profundamente simbólica. Mientras algunos protestaban con consignas y pancartas, él lo hacía con melodías, convirtiendo su presencia en una intervención artística que desarmaba narrativas de odio. Su acción forma parte de la denominada «resistencia cultural», una táctica noviolenta que busca transformar la cultura política a través de acciones simbólicas que movilizan emociones y despiertan conciencia. En su manual Tácticas de resistencia civil en el siglo XXI, Michael A. Beer destaca la resistencia cultural como una de las formas más potentes de acción noviolenta, capaz de movilizar, fortalecer la identidad colectiva y desafiar al poder mediante expresiones artísticas como la música, el teatro callejero o los murales, especialmente en contextos represivos donde la protesta tradicional es criminalizada.
La represión que Arteaga sufrió fue brutal: fue golpeado, detenido y su violín destruido. Pero lejos de silenciar su mensaje, ese acto de violencia se convirtió en un detonante de solidaridad e indignación dentro y fuera de Venezuela. Artistas, activistas y defensores de derechos humanos alzaron su voz para denunciar su detención arbitraria, exigir su liberación y condenar la violencia ejercida por el Estado contra manifestantes pacíficos. Medios de comunicación internacionales como CNN, BBC y El País cubrieron su historia, y organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch documentaron su caso como símbolo de represión contra la protesta pacífica.
El régimen respondió minimizando el impacto de su acción y descalificándolo públicamente, lo cual sólo aumentó el rechazo ciudadano y evidenció aún más la desconexión entre el poder y las expresiones legítimas de disenso. El investigador Brian Martin, en su Backfire Manual: Tactics Against Injustice, denomina este tipo de reacciones como “actos contraproducentes”, es decir, situaciones en las que la represión injustificada provoca más apoyo hacia el movimiento noviolento en lugar de debilitarlo. Las imágenes de Wuilly ensangrentado, con su instrumento roto, circularon por el mundo y pusieron en evidencia el carácter autoritario del gobierno.
Desde una perspectiva estratégica, la acción de Wuilly demuestra cómo la disciplina noviolenta y el uso del simbolismo cultural pueden ser más poderosos que la confrontación directa. Como señala Chenoweth, los movimientos que logran sostener la noviolencia y atraer a distintos sectores sociales tienen más probabilidades de éxito. En este caso, el arte sirvió como puente entre el movimiento y la opinión pública, al tocar fibras emocionales que una consigna política sola no podría alcanzar.
Comparado con otros movimientos, como Otpor en Serbia que usó el teatro callejero, el caso de Wuilly ratifica que la creatividad y el arte no son elementos accesorios, sino herramientas fundamentales en las estrategias noviolentas. Como señaló Paola Lozada, en el módulo 2 “Fundamentos de la resistencia” del Curso El poder de la gente: la dinámica estratégica de la resistencia noviolenta del ICNC, «El relato puede mantener o transformar la realidad». Wuilly, con su violín, ayudó a narrar otra Venezuela: una que resiste con dignidad.
Para quienes piensan que estas acciones son vacuas, es importante señalar que la resistencia noviolenta no siempre genera resultados inmediatos ni lineales, pero sí acumula fuerza, construye conciencia, rompe el miedo, genera solidaridad y mantiene viva la exigencia de libertad. En el caso de Wuilly Arteaga, su acción simbólica inspiró a miles, visibilizó la represión ante el mundo y puso rostro humano a la lucha por la democracia. No es poca cosa cuando un solo violín puede resonar más que cien discursos. Como explican las investigadoras Erica Chenoweth y Maria Stephan en su libro Why Civil Resistance Works: The Strategic Logic of Nonviolent Conflict, las campañas noviolentas exitosas muchas veces requieren tiempo, perseverancia y la acumulación de pequeños logros. Que el régimen aún esté en pie no significa que la acción no haya tenido efectos: sembró resistencia, incomodó al poder y dejó una huella que sigue inspirando. La historia nos enseña que incluso las dictaduras más férreas terminan cayendo cuando la ciudadanía persevera con organización y creatividad.
Ana Mª Carrasquero M.
Socióloga venezolana, defensora de DDHH y especialista en gerencia de proyectos.