Ivonne Díaz del Valle
Mientras preparábamos carteles, sentía que salir a la calle no era una decisión sencilla. Era 2009 y Honduras atravesaba días difíciles. El golpe de Estado contra el presidente Manuel Zelaya había sumido al país en una profunda crisis política. Las calles estaban llenas de retenes, la censura se volvía parte de lo cotidiano y la represión a las manifestaciones era cada vez más violenta. Hablar en voz alta se había vuelto un riesgo, y reunirse en espacios públicos, un acto que exigía cuidado. El miedo, como una neblina espesa, se colaba en las conversaciones, en los gestos, en la rutina.
Pero, a pesar de ese clima, algo dentro de mí insistía. Porque además del caos político, sabíamos que también nos enfrentábamos a otra emergencia: la crisis ambiental. La deforestación avanzaba sin freno, los incendios forestales arrasaban con áreas protegidas y muchas comunidades rurales ya sufrían los efectos del cambio climático. Aunque estos temas rara vez ocupaban los titulares, sentíamos que también merecían atención. Y tal vez por eso, porque el miedo no había apagado del todo las ganas de actuar, decidimos que era el momento de hacer algo. De salir. De sembrar.
En ese contexto difícil, decidimos sumar nuestras voces a otra causa urgente: la crisis climática. Nos unimos a la campaña internacional 350°, un movimiento ciudadano que buscaba reducir la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera a 350 partes por millón (ppm), el umbral considerado seguro para evitar un colapso ambiental. En ese entonces, la cifra ya superaba los 385 ppm, y hoy está por encima de los 420. Aquel día se convocaban acciones en más de 180 países, y queríamos que Honduras también dijera presente. Aunque éramos pocos, sabíamos que una acción pequeña podía tener sentido si lograba conectarse con algo más grande.
La propuesta fue clara desde el inicio: organizar una marcha pacífica por la justicia climática que terminara con la siembra simbólica de árboles en un parque de Tegucigalpa. Invitamos a jóvenes, docentes, estudiantes, niñas, niños y familias enteras. Incluso hablamos con agentes de la Policía Nacional, que aceptaron acompañarnos y resguardar el recorrido. Visitamos medios locales, conversamos en aulas universitarias y repartimos volantes. Queríamos que más personas se sumaran, que tuvieran información, que sintieran que podían hacer algo. No solo se trataba de alzar la voz, sino de hacerlo desde una convicción: defender la vida con respeto, con creatividad y sin recurrir a la confrontación.
Desde el comienzo, tuvimos claro que la acción noviolenta era tanto una decisión ética como una estrategia. Usamos símbolos sencillos pero potentes: pancartas con mensajes esperanzadores, camisetas con el logo de 350°, materiales informativos que entregábamos a lo largo del camino. Llevamos árboles pequeños, no solo como gesto ambiental, sino como una forma de mostrar qué queríamos cuidar. Esa fue nuestra manera de protestar: afirmando la vida, caminando juntos, creando comunidad mientras avanzábamos por la ciudad.
Las fotos que tomamos durante la caminata fueron parte esencial de esa jornada. Queríamos registrar lo que vivíamos y compartirlo con otras personas que, como nosotros, apostaban por la acción climática desde sus territorios. Subimos las imágenes a la plataforma global de 350.org como una forma de decir: aquí estamos, incluso desde un país pequeño y atravesado por la crisis. Marchar en ese momento no era solo salir a la calle, era recuperar el derecho a estar juntos, a nombrar lo que nos preocupaba y a hacerlo con dignidad.
No fuimos miles, pero fuimos visibles. Algunos medios locales cubrieron la actividad con respeto, y desde los vehículos, más de una persona se detenía a mirar, a tomar fotos o a aplaudir. A mitad del recorrido, varias personas se nos unieron, sin decir mucho, solo caminando a nuestro ritmo. Para mí, lo más significativo fue compartir la marcha con mi papá, mis primos y mi sobrina, que en ese entonces era una niña. Nos ayudó a pintar los carteles con cuidado y caminó con orgullo, como si entendiera que ese gesto sencillo tenía un sentido mayor. Hoy, ya adolescente, todavía recuerda ese día como el momento en que supo que no importa la edad, su voz también cuenta. Esa experiencia me enseñó que la acción noviolenta no es ingenua ni pasiva. Es una forma de estar en el mundo que moviliza, interpela y transforma. No hace falta ser parte de una gran organización para sumar; basta con creer que algo puede cambiar y animarse a hacerlo junto a otros. Años después, muchas de las personas que participaron siguen comprometidas con causas sociales, ambientales o de derechos humanos. Aquella marcha, por modesta que haya sido, sembró algo. Y esa semilla —hecha de afecto, convicción y voluntad compartida— todavía sigue creciendo.
Han pasado los años, pero esa semilla sigue germinando. Muchas de las personas que estuvimos allí seguimos vinculadas a causas sociales, ambientales y de derechos humanos. La campaña de 350° nos ofreció un marco global, sí, pero fue la convicción compartida lo que le dio sentido a lo que hicimos. Cuando hoy escucho hablar de acción noviolenta, vuelvo a ese día: a los rostros con los que marchamos, a los árboles que sembramos, a la certeza de que una causa justa puede sostenerse con respeto, cuidado y ternura. En contextos de represión, optar por la noviolencia no es pasividad: es coraje. Es sembrar futuro donde todo parece árido. Es hablar cuando se espera silencio. Es caminar cuando lo más cómodo sería quedarse quieta. Porque ese es el poder de la acción noviolenta: abrir grietas de esperanza, construir justicia, una acción a la vez.
Quizás las acciones no violentas, no tratan de cambiar el mundo entero, sino de sumar nuestra voz a ese murmullo colectivo que insiste en que otro futuro es posible. Desde tu espacio en el mundo ¿Qué pequeñas semillas de esperanza podrías sembrar hoy, incluso en medio del miedo o la incertidumbre? En tiempos convulsos, ¿cómo eliges actuar, hablar o caminar con otros para cuidar la vida?
Ivonne Díaz del Valle
Es bióloga con especialización en desarrollo local, vinculada al trabajo comunitario y dedicada a promover la educación ambiental y los derechos humanos. Actualmente, acompaña procesos de formación orientados a la construcción de comunidades más justas y pacíficas.