En El Salvador, las organizaciones de base han sido históricamente pilares en la defensa de los derechos humanos, la organización comunitaria y la resistencia desde los territorios. A pesar de su relevancia social y política, han enfrentado condiciones adversas, con una impunidad y una injusticia que operan como mecanismos de silenciamiento y marginación. Estas dinámicas han sido particularmente hostiles hacia los grupos que cuestionan el orden político y económico dominante. Durante las últimas décadas, el sistema de justicia salvadoreño ha evidenciado una profunda ineficacia —y en algunos casos, complicidad— en la garantía de derechos para estos actores colectivos, privilegiando sistemáticamente a las élites económicas, políticas y militares, mientras desprotege a movimientos sociales, asociaciones civiles, sindicatos y colectivos territoriales. Frente a este panorama, las organizaciones comunitarias han debido reinventar sus repertorios de acción a partir de principios de cultura de paz, integrando prácticas noviolentas como la organización popular, la educación crítica o la movilización simbólica, y forjando nuevas alianzas para sostener su vigencia e incidencia.
Para comprender la vigencia actual de estas organizaciones, es necesario remontarse a sus orígenes, marcados por las movilizaciones campesinas y las luchas populares que antecedieron al conflicto armado salvadoreño. Estas movilizaciones configuraron el terreno sociopolítico en el que surgieron numerosas organizaciones de base, profundamente influenciadas por ideales de justicia social, emancipación y liberación popular, muchas de ellas con un componente espiritual vinculado a la teología de la liberación. En el norte de departamentos como Morazán, Chalatenango, La Unión, Santa Ana y Cabañas, se gestaron experiencias comunitarias que, mediante estructuras locales autogestionadas y con fuerte arraigo territorial, se convirtieron en sujetos colectivos que desafiaron el orden establecido y dieron lugar a las organizaciones de base históricas. Estas no solo sobrevivieron a las condiciones adversas de guerra y represión, sino que buscaron fortalecer su autonomía política y continuidad histórica como actores centrales en la defensa de derechos y en la construcción de memoria colectiva.
Durante el conflicto armado (1980–1992), muchas organizaciones de base fueron objeto de represión directa, persecución o cooptación. Sin embargo, tras el conflicto, buena parte de ellas reconstruyó sus estructuras internas, renovó liderazgos y reformuló estrategias de acción. Adoptaron marcos de resistencia noviolenta, priorizando la defensa de los derechos humanos, la construcción de ciudadanía y la incidencia institucional como vías para sostener su lucha histórica. Un ejemplo destacado es la masacre de El Mozote y lugares aledaños (1981), hecho que simboliza el potencial movilizador de las víctimas de violaciones a los derechos humanos. Como respuesta organizativa, la comunidad fundó la Asociación Promotora de Derechos Humanos de El Mozote (APDHEM), que, junto con organizaciones no gubernamentales como Tutela Legal, Cristosal y Pro-Búsqueda, articuló esfuerzos legales y políticos en la búsqueda de justicia, verdad y reparación. Este modelo de articulación entre una organización de base (local) y un organismo no gubernamental (institucional) no es un caso aislado: se repite en experiencias de lucha impulsadas por víctimas de masacres, comunidades afectadas por empresas mineras y por violencia estatal. Algunos ejemplos representativos son la Asociación de Comunidades para el Desarrollo de Chalatenango (CCR), ADES Santa Marta, Pasos del Jaguar en Santa Ana y MILPA en La Unión, todas organizaciones de base que han evolucionado y consolidado un tejido organizativo posguerra con capacidad de incidencia en la actualidad.
El periodo posterior a la guerra fue testigo de una expansión estratégica de estas organizaciones de base, que integraron nuevas formas de resistencia civil, alejadas del conflicto y la violencia armada. Entre los cambios, algunos líderes comunitarios se incorporaron a redes de oenegés y plataformas de incidencia, ampliando el alcance y la complejidad de sus acciones sin desvincularse de sus organizaciones de origen. Además, implementaron tácticas simbólicas como conmemoraciones anuales y memoriales comunitarios, con el objetivo de resignificar el dolor colectivo como herramienta pedagógica para la promoción de la verdad y la reparación. Al mismo tiempo, impulsaron procesos legales tanto en instancias nacionales como internacionales, resistiendo desde el marco jurídico. Uno de los logros más significativos fue la sentencia condenatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado salvadoreño, emitida el 25 de octubre de 2012, que incluyó medidas de reparación para las víctimas. Estas prácticas, lejos de ser respuestas mecánicas, representan formas de construcción de poder desde el territorio, donde memoria y presente se articulan como mecanismos de resistencia civil frente a la impunidad estructural del Estado salvadoreño.
En tiempos recientes, las organizaciones de base han enfrentado un resurgimiento de estrategias de deslegitimación simbólica que buscan erosionar su reconocimiento social y restringir su margen de acción. Estas agresiones, aunque no impliquen violencia física, tienen un alto impacto sociopolítico al influir en la percepción pública y debilitar la estructura organizativa comunitaria. Entre estas prácticas, destaca la estigmatización de las organizaciones de base como “enemigos del Estado” o “defensores de pandilleros”, narrativa oficial que se intensificó con la implementación del régimen de excepción en marzo de 2022 y que, más de tres años después de su implementación, aún persiste. Esta retórica ha intentado vincular a las organizaciones con actividades ilícitas, generando desconfianza hacia sus liderazgos y temor entre potenciales nuevos miembros. Asimismo, se ha promovido la idea de que estas organizaciones responden a agendas extranjeras o intereses ajenos a las comunidades, cuestionando su autonomía y su arraigo territorial. A esto se suma una deslegitimación sistemática de su papel en la actualidad en la construcción de justicia y democracia, que pretende reducirlas a actores del pasado sin relevancia en el presente.
Desde una perspectiva sociológica, estos ataques tienen consecuencias profundas: reducen la participación y la resistencia civil, debilitan a las comunidades organizadas y contribuyen a la pérdida de memoria histórica. Al desacreditar a quienes articulan la defensa de derechos desde el territorio, se erosiona el tejido social y se debilita la posibilidad de construir vínculos de identidad y solidaridad colectiva mediante formas de organización como las organizaciones de base.
En este contexto, las organizaciones de base salvadoreñas constituyen un claro ejemplo de resiliencia histórica, compromiso ético y vigencia política. A lo largo del tiempo han sabido reconstruirse, reinventarse y resistir tanto a la violencia directa como a los ataques simbólicos que buscan socavar su legitimidad. Lejos de desaparecer, se han convertido en un referente de lucha colectiva y justicia desde abajo. De cara al futuro, es clave que avancen hacia una estrategia colectiva que logre articular la experiencia acumulada por las organizaciones históricas con las nuevas formas de resistencia emergentes. Esta articulación debe orientarse a la generación de rutas de acción solidarias, la construcción de confianza y la búsqueda de consensos.
Fátima Pacas Es licenciada en Sociología por la Universidad de El Salvador y máster en Sociología por la Universidad Estatal de Nueva York, campus de Albany. Se identifica como defensora de los derechos humanos, docente e investigadora, y cuenta con más de quince años de experiencia en el sector sin fines de lucro en América Latina. Su trabajo se centra en la sociedad civil y los regímenes políticos.