José Rosendo Castro A.
Hace quince años, en el estado de Sinaloa (México), un grupo de comerciantes con trayectoria en la filantropía fundó una Institución de Asistencia Privada, motivados por la creciente deforestación en la Sierra Madre Occidental. Esta cordillera montañosa, que conecta diversos ecosistemas y marca una frontera natural con el resto del país, alimenta con sus once ríos una red de presas que riegan los valles sinaloenses antes de desembocar en el Mar de Cortés.
El propósito inicial era ofrecer experiencias de contacto con la naturaleza a través de paseos en lancha. Sin embargo, con el tiempo, este proyecto eco-turístico evolucionó hacia un acompañamiento comprometido con las comunidades campesinas que habitan esos territorios. Estas comunidades, vulnerables frente a diversos megaproyectos, son las verdaderas guardianas del entorno. En ese proceso entendimos que la defensa del medio ambiente está íntimamente ligada a la protección de los derechos humanos. Ese descubrimiento transformó por completo nuestra mirada y nuestra labor.
Lo que hemos vivido en este camino —que comenzó entre jaguares, nutrias, guacamayas y especies vegetales que por primera vez fueron registradas botánicamente— queremos compartirlo, a través de este escrito, con quienes enfrentan desafíos similares. Deseamos que otras comunidades que habitan ecosistemas de alto valor ambiental puedan conocer cómo hemos resistido, desde la acción noviolenta, a múltiples amenazas: la exclusión social, el avance del crimen organizado, las obras hidráulicas desmedidas, la minería en ríos y playas, los proyectos petroquímicos que destruyen manglares, las emisiones no controladas de los nuevos gasoductos y la corrupción gubernamental que facilita y encubre delitos ambientales.
Con el tiempo comprendimos, muchas veces con dolor y resistencia, que defender el territorio también es defender derechos fundamentales. Estos son los derechos que, desde la experiencia, entendimos como esenciales para proteger a quienes cuidan la vida y la tierra.
Las primeras acciones de Bosque a Salvo IAP, nuestra institución de asistencia, se llevaron a cabo en una comunidad de difícil acceso del municipio de San Ignacio, al sur de Sinaloa. En ese momento, operábamos bajo una visión limitada: atribuíamos la responsabilidad de los daños ambientales exclusivamente a los propios habitantes, señalando prácticas tradicionales de subsistencia como la tala, la quema, la caza, la pesca o la gestión de residuos. Mientras tanto, nuestras prioridades se centraban en el monitoreo de felinos, el aviturismo y los inventarios botánicos, sin reconocer un aspecto esencial: el derecho humano a un ambiente sano… y a una vida digna. Reproducíamos, sin cuestionarlo, el modelo norteamericano de los grandes parques nacionales, donde se excluye al ser humano como parte del ecosistema.
Fue gracias a la participación de voluntarios con formación en antropología que comenzamos a ver otra realidad: las familias locales no eran enemigas del bosque, sino que enfrentaban juntas una lucha diaria por sobrevivir, en condiciones de extrema vulnerabilidad. Vivían con ingresos mínimos, sin acceso a servicios básicos de salud ni educación, inmersas en una situación que podríamos describir como una “igualdad de carencias”. Frente a esto, el fenómeno migratorio quedaba opacado por una amenaza aún más grave: el reclutamiento de niñas y niños por redes del crimen organizado.
A partir de ese entendimiento, nuestro enfoque cambió. Empezamos a trabajar con las juventudes, fortaleciendo su resiliencia a través de campamentos y visitas a centros de ciencia, y promovimos la identidad comunitaria mediante la creación de una red de ecomuseos construidos con sus propias voces y relatos. Parte de este proceso fue documentado en una publicación de la Global Initiative Against Transnational Organized Crime.
Con el tiempo, otros derechos fundamentales comenzaron a ocupar un lugar central en nuestras preocupaciones: el derecho a ser informados, a expresar nuestra opinión… y a asociarnos libremente. Estos derechos se hicieron especialmente visibles en 2014, cuando durante un monitoreo de jaguares descubrimos, casi por accidente, trabajos de exploración para la construcción de una presa en el único río libre de Sinaloa: el Piaxtla, en San Ignacio.
La presa formaba parte de un proyecto de trasvase de agua hacia la capital del estado, lo que habría despojado a las comunidades agrícolas del delta de su principal fuente hídrica. Gracias al vínculo construido previamente con jóvenes del municipio, pudimos activar el derecho a solicitar una consulta pública, un requisito indispensable en la legislación mexicana, que solo puede ser ejercido por las personas directamente afectadas.
El respaldo técnico de los investigadores que nos acompañaban fue clave: argumentaron que el proyecto no garantizaba el caudal ecológico mínimo exigido por ley. Esa intervención contribuyó a que la Manifestación de Impacto Ambiental (MIA) no fuera aprobada. Fue un momento decisivo para comprender que el acceso a la información, la organización ciudadana y el conocimiento técnico son pilares fundamentales para defender el territorio.
Ese mismo proceso fortaleció el tejido comunitario más allá de la zona serrana. El involucramiento de localidades más pobladas del valle y la costa dio origen al colectivo Voces por el Piaxtla, integrado por asociaciones ganaderas, cooperativas pesqueras, unidades de riego, organizaciones civiles y autoridades ejidales. Esta articulación diversa logró proyectarse con fuerza en redes sociales, medios de comunicación y espacios de diálogo con funcionarios y representantes populares.
Su unidad, sumada al uso estratégico de información científica, les permitió enfrentar con solvencia al gobierno federal. La eficacia del colectivo quedó demostrada cuando una empresa minera canadiense intentó implementar un proyecto de minería aluvial en la cuenca del Piaxtla, a pesar de los altos niveles de metales pesados ya bioacumulados en los peces del río. En respuesta, se presentaron decenas de solicitudes de consulta pública, lo que llevó a que el permiso ambiental fuera negado no una, sino dos veces: un hecho sin precedentes en Sinaloa. Hoy, varios de quienes participaron en esa lucha siendo adolescentes, forman parte activa de la vida política del estado. Su historia demuestra que el ejercicio de los derechos ambientales y ciudadanos puede sembrar un liderazgo transformador, profundamente arraigado en la defensa del territorio.
La experiencia del Piaxtla inspiró procesos similares en otras regiones del estado. En 2018, una federación pesquera del norte de Sinaloa solicitó apoyo para enfrentar a la trasnacional suizo-alemana PROMAN AG, que pretendía construir una planta de amoníaco dentro del sitio RAMSAR de interés internacional “Bahía de Ohuira-Topolobampo-Santa María”. El proyecto implicaba la tala y relleno de más de cien hectáreas de manglar y el riesgo de una fuga catastrófica: la MIA advertía que el ducto transportaría 2.200 toneladas diarias de una sustancia tóxica, letal hasta en un radio de 15 kilómetros.
Así nació el colectivo ¡Aquí No!, que ejerció con firmeza el derecho a ser consultado, a protestar… y a ser protegido. Con el respaldo de abogados pro bono y litigantes locales, el caso llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La lucha jurídica, sostenida en gran parte por las propias federaciones pesqueras, ha sido reconocida en un estudio del International Center on Nonviolent Conflict. Un hito de este proceso fue la participación activa de tres comunidades del pueblo ancestral Yoreme, que asumieron como propia la defensa del territorio.
Aunque el colectivo ¡Aquí No! enfrentó numerosas defecciones debido a la cooptación agresiva tanto del gobierno estatal como de la empresa, la participación decidida del pueblo Yoreme fue crucial para mantener la resistencia. Gracias a su organización, lograron obtener suspensiones judiciales que paralizaron el proyecto durante más de seis años, argumentando la violación al derecho a la consulta previa, libre, informada y de buena fe, reconocido por México al ratificar el Convenio 169 de la OIT.
Este proceso ha sido liderado por tres mujeres Yoreme, quienes revitalizaron los consejos de ancianos y han conducido una defensa pacífica del territorio, combinando herramientas tradicionales y contemporáneas: desde debates en línea y protestas en embarcaciones marinas hasta marchas por carretera, irrupciones simbólicas en desfiles de carnaval y plantones en edificios públicos, tanto en la ciudad de Los Mochis como en la embajada alemana en México.
Con el avance del conflicto, surgió la necesidad de internacionalizar la denuncia. Las comunidades lograron que la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU en México realizara un recorrido por la bahía; también presentaron una queja ante el Relator Especial para los Defensores Ambientales en el marco de la Convención de Aarhus, y solicitaron al Ombudsman del banco alemán KfW que dejara de financiar el proyecto. Como era previsible, estas acciones generaron un incremento en las amenazas y agresiones, que superaron el hostigamiento ya existente en redes sociales por parte de actores ligados a la empresa.
Frente a este contexto de criminalización y violencia, suscribimos convenios con instituciones gubernamentales —a nivel estatal y federal— dedicadas a la protección de personas defensoras de derechos humanos. Esto permitió implementar medidas cautelares como el suministro de chalecos antibalas, acompañamiento policial, apoyo económico de emergencia para personas desplazadas, y pronunciamientos oficiales que obligaron a diversas autoridades a garantizar la integridad de las y los defensores. Además, se activaron mecanismos de respuesta rápida impulsados por fundaciones internacionales que comprenden algo fundamental: proteger a quienes defienden la tierra es también proteger a la naturaleza.
Conscientes de que los derechos humanos y los derechos ambientales son inseparables, valoramos hoy más que nunca la importancia de la estrategia y la diversidad de métodos para enfrentar la injusticia de forma pacífica y efectiva. Confiamos en que la respuesta desmedida de quienes integran la colusión entre empresa, autoridades y grupos del crimen organizado no hará más que fortalecer nuestra causa. Lo que algunos analistas llaman un “acto contraproducente” en el marco de las tácticas de lucha noviolenta —es decir, una represión que genera simpatía y movilización—, terminará por debilitar al oponente y atraer nuevos aliados a nuestro movimiento.
José Rosendo Castro A.
Es presidente del Patronato de Bosque a Salvo I.A.P. y miembro del Consejo Ciudadano de Ecología del estado de Sinaloa (México). Ingeniero Industrial y de Sistemas, combina su labor empresarial en la convulsa ciudad de Culiacán con el compromiso por la defensa de los derechos humanos ambientales en las comunidades más vulnerables de la región.