Samay Cañamar
He sido afortunada por nacer y estar en un espacio donde me abrazo con su majestuoso paisaje. Se trata de Camuendo, una comunidad kichwa de Imbabura (Ecuador). Hay arbustos de todas las plantas innombrables, hay mucha energía solo con respirar. Estoy en el corazón de la madre tierra, vivo cerca del agua, cerca de la tierra mojada, el pasto verde, los sembríos floreciendo, el aire totalmente fresco, una montaña a mis pies y a mi horizonte. Dentro de ese espacio mis sentidos han estado muy encendidos y han detectado cada cosa que resonaba con mi ser. Me he preguntado muchas veces, ¿qué es la espiritualidad? ¿Qué es ese algo que mi cuerpo ansía abrazar y que lo siento muy dentro de mí? Es algo que solo se puede leer con el corazón, con el ser. Una verdad muy pacífica. Tal como una lluvia que relaja solo si la nombras, una puerta que se abre y adentro hay música, calma.
Personalmente buscaba un espacio que cure el alma, un espacio que sostenga el cansancio, los pasos. Un espacio seguro donde pueda el ser estar. Sentía siempre que había algo más que la espiritualidad nombrada desde la iglesia. Entonces busqué en mi espacio, en nuestros saberes. Empecé a buscar ese algo en las personas, los relatos, los paisajes, el diálogo de los ojos, la ternura de las voces, el eco de la lluvia, las historias no contadas. Empecé a buscar ese algo que Jesús llamaría verdad. Ese algo que alguien llamaría la piel de la vida y el corazón del cuerpo, la espiritualidad.
La búsqueda no me ha llevado a otro lugar más que a mí misma. En algún momento una mamá curandera me dijo que nuestra espiritualidad está dentro de nosotras. No es que esté dormido o que nos lo hayan arrebatado. Está en nuestra raíz, en nuestro yo interior, lo más justo ahora es nombrarlo. Para las espiritualidades ancestrales, como lo he vivido hoy en día, no hay algo puramente único. Está sincretizado con otras formas de vivir y saber. En el caso de mi comunidad kichwa está ligada a la religión occidental, que poco reconoce las propias prácticas ancestrales. Lo cierto es que hace falta un diálogo y una posición nuestra frente a ese espacio de poder que nos consume.
La convivencia con la comunidad hace que, desde la niñez, observes y aprendas prácticas únicas y nuestras. Para nuestras comunidades es indispensable reconocer y nombrar un espacio como parte de las ritualidades existentes. La naturaleza, el silencio, los instantes y el lenguaje de la madre naturaleza han sido los lugares que reciben a las personas al momento de realizar una práctica espiritual ancestral.
El espacio es un eje importante para convivir con nuestra espiritualidad. Es lo que permite llevarte al yaypi kay —estar conscientes, en kichwa—, a la consciencia de tu existencia. Yaypi kay es cultivar la intuición, un saber mucho más allá del corazón y de la mente. Una escalada que permite reconocer y habitar nuestra presencia. El espacio para un ritual es sagrado y es el que nos transporta y nos conecta a vivir la espiritualidad tal como nos han enseñado nuestras abuelas y abuelos a través de la práctica. El cuerpo es una parte de la naturaleza, por lo tanto, somos parte de ella para poder existir en el presente y en diversos tiempos. A este espacio se añaden los ritos, las ritualidades, los conocimientos que acompañan a vivir el entorno de nuestra espiritualidad. Por ejemplo, el conocimiento del tiempo, la clasificación y selección de las plantas, las ofrendas, las formas de dialogar, el silencio, el canto, la danza, la comida, la evocación a los elementales —tierra, aire, fuego y agua—, la conversación con la personificación de las energías, son formas de relación propias que las hacen peculiares. Es una forma de experimentar la espiritualidad desde una mirada muy nuestra. También quiero recalcar que esta forma de vivencia no es única, hay una diversidad.
Uno de los elementos sagrados que acompañan estas ritualidades es el agua. Las vertientes de agua son consideradas sagradas. Yo estoy alrededor de lagos y montañas, muchos ojos de agua con nombres y poderes propios. Luyu Pukyu es el nombre de una de ellas, un ojo de agua que acompaña a la laguna de Imbakucha. Es un lugar que recibe a la mayoría de las personas de mi comunidad, tanto para la sustentación diaria como para los actos rituales propios. En la vertiente de Luyu, las mujeres más adultas y personas curanderas caminan hacia ella y se bañan ofreciendo su cuerpo y sus dolores al agua para sanarse, para sentirse más livianas. Mi tía abuela toda su vida hace este ritual del baño sagrado a una hora específica de la mañana, con plantas seleccionadas y ofreciéndole un rito al agua. La vertiente de Luyu tiene varios ojitos de agua, y a cada extremo están sus energías femeninas y masculinas. Su poder de curación es el diálogo y la confianza con ella.
El agua es el elemento de los yaku ayakuna, que albergan los seres del agua. Son guardianes de los espacios sagrados, quienes reciben a las personas en su borde. Por ello cuando se visita un espacio sagrado se pide permiso para entrar. He escuchado siempre de los mayores que no se llega a un lugar sin saludar, sin decir minkachiway —pedir permiso, en kichwa—. Este acto es el inicio de cualquier ritual o actividad que se hace en las comunidades. Por ejemplo, recuerdo que mi abuelo se sacaba su sombrero, miraba hacia el cerro, lo saludaba e iniciaba su camino hacia la cuesta. Mi abuela le habla a la tierra, la saluda antes de empezar a sembrar o cosechar. Además, agradece también al dios católico, una forma de sincretismo presente en las comunidades. La semilla es un grano que se cuida, ni uno solo debe quedar fuera de su sitio, regado o tirado. “Todo se siembra, todo se cuida, se recoge” decían siempre las y los abuelos, me lo recuerda también mi madre.
El pedir permiso se hace con el fin de habitar un espacio que no es el nuestro, sino de la madre naturaleza, de la tierra. Pedir permiso es saber que cada espacio de la naturaleza que habitamos tiene sus guardianes, sus dueños y dueñas, sus cuidadores, sus espíritus y energías. Pedir permiso para acuerparnos con su sabiduría, energía. Al pedir permiso para ingresar a una vertiente de agua significa que reconocemos su presencia, que solicitamos el ingreso para poder pisar y tocar su agua sagrada o Kuri yakuku, como se dice en nuestro idioma kichwa, agüita de oro.
Tanto la tierra, el agua, las montañas, son seres con historias que necesitan ser nombrados ya que albergan espíritus femeninos y masculinos. Son saberes no socializados con toda la comunidad actual, saberes que solo se encuentran en entredichos e historias orales. Los baños rituales en Luyu Pukyu, por ejemplo, no solamente se hacen en los solsticios o fechas más reconocidas dentro del calendario andino, sino también en algunos días y horas especificas con el propósito de curarse y revivir el cuerpo integral. Se busca que el cuerpo repose y se permita a sí mismo su cuidado. Es parte de la cotidianidad y no está destinado a una actividad específica, sino que este ritual está conectado con todas las actividades de la comunidad, todas están conectadas e interrelacionadas desde la sabiduría espiritual, emocional, práctica. La práctica ritual, espiritual y ancestral es parte de una forma de vida sanadora, de resistencia mucho más presente en las manos de las mujeres adultas, mujeres parteras, mujeres curanderas de la comunidad. Esto también exige un volver a nosotras, un llamado a las juventudes para su supervivencia, un diálogo y resistencia desde nuestras acciones frente al poder hegemónico, al capitalismo que mira nuestro cuerpo como productos y personas instantáneas —y que poco da lugar al cuerpo espiritual que es el corazón de la materia.
Volver a nuestro cuerpo integral y evocar y visitar nuestros espacios sagrados significa una manera de reexistir con nuestra sabiduría y práctica de vida espiritual desde la ancestralidad.
Samay Cañamar
Mujer kichwa feminista. Apegada al trabajo psicoterapéutico y de protección a mujeres y sus hijes sobrevivientes de violencia basada en género y tratamiento de abuso sexual infantil. Escribe de manera bilingüe kichwa y español.
Publicado: 27 de noviembre del 2022