Cuando Francisco Solano falleció en el convento franciscano de Lima, una bandada de aves rodearon su cuerpo y la música inundó los salones del claustro. El hagiógrafo más distinguido de Solano, el criollo Diego de Córdova Salinas, dejó escrito en 1643 que Solano, quien había convertido a los indígenas en Paraguay con su violín, había sido algo así como un árbol procedente del paraíso, sobre el cual las aves se posaban para cantar. Describió con detalle los numerosos milagros de Solano, desde la curación con su lengua de heridas ulcerosas en niños y leprosos en Andalucía, hasta el control que ejercía sobre los animales. En cierta ocasión, por ejemplo, actuó sobre unos cangrejos, salvando así las vidas de unos esclavos y sus dueños en el Nuevo Mundo.